Incomprensión, aislamiento, malditismo, vienen siendo las claves ácidas y al mismo tiempo tremendamente autocríticas en las que Ramón Churruca sitúa su reflexión audiovisual en torno a la producción artística y el contexto en que esta se genera: sea éste social, histórico o (auto)biográfico. Modos todos ellos que suelen entrecruzarse característicamente en su trabajo, y que aparecerán desplegados con una enormemente variada e imaginativa gama de recursos visuales y narrativos.

La historia es bien conocida: Fausto quiere acceder a la eterna juventud, y para ello vende su alma a Mefisto. Pero algo le ha salido mal a este Fausto (precisamente interpretado aquí por el artista y performer Fausto Grossi), un vendedor de periódicos que quería ser actor o disc-jockey (“más jockey que disc”, como él mismo dice), pues a sus cincuenta años ve cómo su juventud se esfuma junto con el alma perdida. Tras su desesperado intento de encontrar consuelo por las vías convencionales que la sociedad pone simbólicamente a nuestar disposición (p. ej., el “teléfono de la esperanza”), finalmente un envejecido y siniestro mefisto (aka Negruri, personaje en el que el propio Churruca encarna de forma autobiográfica el retorno de un pasado reprimido) pondrá en sus manos un verdadero sound system con el cual sentirse realizado, transformado en payaso, y desde su propio puesto de periódicos: lo malo es que ahora está en el bosque, allí donde nadie puede escucharle.

Sin embargo, otra línea recorre toda la cinta: las intervenciones a cámara en tono metalingüístico del propio Churruca, desdoblado aquí en su papel de performer y realizador del vídeo, comentan cruel e implacablemente el trabajo propio del cine y del arte, así como su aportación personal en esta obra en un tono tremendamente autocrítico, en el que en ningún momento deja de apelar a una hipotética segunda persona del plural de la que jamás recibe respuesta.