En una esquina de Barcelona, una mujer filipina realiza todos los días un ritual mágico-geométrico cuyo significado permanecerá oculto al espectador. “Su amor por el mundo la aleja del mundo- comenta la voz en off.- Hay conexiones por todas partes, pero están escondidas”. En Paralelo 10, no hay ningún intento por parte del director para explicar al otro; sí, en cambio, para conceder un lugar a esa otredad, desde donde la protagonista pueda desplegarse en toda su complejidad. Andrés Duque trabaja desde y para la fascinación por un ser marginal: registra su coreografía íntima y sugiere, con delicada levedad, esas posibles conexiones.

Rosemarie coloca reglas de plástico sobre el asfalto y busca rimas visuales entre éstas y las sombras que proyectan dos escuadras. Traza nuevas cartografías sobre un mapa y elabora anagramas a partir de su nombre. Mientras la cámara registra el enigmático ceremonial con idéntica linealidad, precisión y belleza con la que transcurre, una narración en off puntúa poéticamente sus gestos para generar nuevos sentidos.

Ella no habla con nadie, pero el narrador recuerda algunas frases que le dijo. Una contradicción que, en un vídeo asumido como documental, estamos no obstante dispuestos a aceptar. Mediante la paradoja y la evocación, Duque elude una estética de la invisibilidad que posicionaría al espectador como mero voyeur frente a lo exótico: no (se) trata sólo de reproducir un espacio físico, sino de construir un espacio mental a partir del cual sea posible asumir la diferencia sin simplificarla. Hay una secuencia especialmente cómplice: ella mencionó a Frank Sinatra y, a continuación, es capaz de encontrar su nombre en el letrero de una alcantarilla donde se lee Senyals de Transit. Es entonces cuando la cinta, trastoca las habituales nociones de verosimilitud y veracidad, consiguiendo por un momento- quizás el tiempo de una vacilación- que el espectador suspenda su incredulidad para conceder un espacio de posible a la lógica ajena de su protagonista y sus gestos.

Paralelo 10 es la obra más significativa de un director cuya obra se caracteriza por hacer brotar lo extraño a través del registro y manipulación de lo real. Como ocurría en su pieza Salón rojo, la incertidumbre desemboca en lo insólito. Si en aquella esta sensación se desprendía del último frame congelado, aquí lo hará mediante un fundido: la cinta se cierra con una escena donde Marlon Manzano, personaje que pone la voz en off, se desvanece lentamente a medida que canta en un karaoke My Way de Frank Sinatra. No parece una conexión casual que ahí donde se invisibiliza el narrador emerja la huella de su director.